Ella siempre estuvo en la familia desde que tengo recuerdo.
La primera vez que la vi estaba sentada en el patio, mirando las flores que mi abuelo cuidaba con un gesto muy triste en el rostro. Yo no tendría más de cinco años y me quedé a unos metros, observando, sin atreverme a dar un paso hacia ella. Sin embargo, la curiosidad pudo más. Me acerqué y empecé a hablarle. No recuerdo qué le dije, pero seguramente le pregunté qué hacía sentada en el patio donde yo jugaba, de dónde había salido, cómo se llamaba. Seguramente le hice las preguntas que un niño pequeño le hace a alguien que ve en la casa de su familia.
Ella me miró a los ojos y sonrió débilmente. Chasqueó los dedos y una de las ayudantes de la casa salió al patio. Antes de que pudiera hacer nada, me tenía agarrado de una mano y me arrastraba de vuelta a la casa, mientras la mujer se despedía agitando la mano.
En ese entonces ella no tendría más de 50 años, o al menos eso pensé, porque una vez me dijeron que una de las profesoras de mi jardín "estaba en sus cincuenta" y la mujer que encontré en el patio era muy parecida a ella.
A veces la volvía a ver. Sentada en la misma banca del patio o caminando de manera esquiva hacia alguna de las habitaciones del fondo de la casa.
Días después de mi décimo cumpleaños, la vi en la puerta de la casa, con varias maletas y mi abuela a su lado. Ellas tomaron un taxi. Por la noche, solamente mi abuela regresó.
Nunca más volví a pensar en aquella misteriosa mujer. Deduje que era una de las que ayudaban en el mantenimiento de la casa de mis abuelos, y que por su edad o por otros motivos se había ido de casa. Lamenté no haber conversado con ella, como hacía con todas las demás. Temí que ella pudiera tener muchas historias entretenidas que compartir y que nunca hubiera una oportunidad para disfrutarlas.
***
Cinco años después yo estaba andando en bicicleta por el barrio, asomando de rato en rato por la calle donde mis abuelos vivían. De a pocos, las cosas se habían ido poniendo tensas en ese lugar. Los que vivían dentro andaban nerviosos, cabizbajos, siempre a punto de estallar. Las discusiones se hicieron cada vez más frecuentes. En una de esas asomadas a la calle, vi que un taxi se detenía en la puerta y mi abuela salió corriendo de la casa, como si esperara una visita.
Ayudó a bajar a una mujer algo encorvada y de andar lento. Mientras caminaban hacia la entrada, una de las ayudantes de la casa salió también y empezó a descargar las maletas.
La mujer encorvada volteó por un instante a verme, como sintiendo que yo la observaba con curiosidad.
Si bien el rostro estaba ajado y sus cabellos eran blancos pude reconocer a la mujer que me despidió agitando la mano mientras me arrastraban de nuevo a la casa.
Conforme los días pasaron, noté un cambio en todos. El ambiente en la casa volvió a ser el mismo de antes. Todos dejaron de lado esa sensibilidad de antes, dejaron de estar a la defensiva.
***
Cuando cumplí 18 años, mi abuelo armó una gran fiesta para toda la familia. Como era normal en mí (y lo sigue siendo) subí a mi habitación a esperar que el barullo se disipara. Antes de que terminara el día, mi abuelo y mi abuela me hicieron llamar. Querían hablar conmigo.
Al entrar a la sala me llamó la atención encontrar a aquella mujer de nuevo, sentada a un lado de mis abuelos. La había visto rondando por la casa, evasiva como siempre, durante los últimos años. Mi abuela me hizo un gesto para que me sentara frente a ellos.
- Creo que ya conoce a Úrsula, al menos de vista.
Mi abuelo señaló a la mujer, que hizo una ligera reverencia.
- Ella es una de las personas que viven con nosotros. A pesar de su aspecto, te aseguro que no tiene más de cuarenta años...
- ¿No sería mejor que ella se presentara?
Mi abuela se rió como solía reírse cuando alguien en su presencia decía algo muy tonto.
- No, ella no puede presentarse. Ella no puede hablar.
- ¿Acaso es muda?
Mi abuela se volvió a reír. Delicadamente mi abuelo le dio un codazo. Ella entonces se sentó muy recta y empezó a hablar.
- Ella es la que guarda nuestros secretos. Los de toda la familia y también de los que trabajan con nosotros. Tiene prohibido hablar, para evitar que en alguna palabra pueda evidenciar alguno de los secretos que guarda.
- Antes de ella su madre nos servía de la misma manera, y su abuela y bisabuela antes de ella. Y, si todo va bien y se respetan las costumbres, su hija y su nieta también lo harán. Si alguna vez tienes un secreto que te remuerda el alma, que no puedas contarle a nadie más, ella te escuchará y guardará un silencio absoluto al respecto.
- ¿Y cómo pueden estar tan seguros de su lealtad y silencio?
La boca de la abuela se torció para reírse por tercera vez, pero sintió la mirada molesta de mi abuelo y empezó a hablar para disimularlo.
- Es la gargantilla que lleva.
La mujer apartó a un lado el cuello del vestido que llevaba y señaló un largo retazo de tela morada alrededor de su cuello.
- Eso y que es el juramento de su familia. Hace muchos años salvamos a su bisabuelo de una muerte segura en manos de sus enemigos, guardando silencio acerca de su paradero y sus acciones. Entonces él ofreció a la menor de sus hermanas y a la primera que de su vientre saliera, mientras nuestras dos familias siguieran en buenos términos. Por eso que a veces se ausenta y va a visitar a sus familiares por periodos largos.
Hice una reverencia y me despedí. Dentro de mí critiqué esa costumbre tan absurda y arcaica.
***
Y todos estos años critiqué dentro de mí esa costumbre tan absurda. Nunca le vi utilidad, hasta ahora.
La mujer es ahora un amasijo de arrugas. Supongo que cargar con los secretos más terribles de una familia entera debe ser en extremo estresante.
Secretos que necesito saber para seguir adelante.
Ni mi abuelo ni mi abuela me volvieron a hablar del trato antes, y yo tampoco traje el tema a conversación jamás.
Encuentro a la mujer sentada en la misma banca del patio, como si esperara que la buscara allí. En lugar de chasquear los dedos para que alguien me aleje, voltea y me sonríe con una boca casi completamente desdentada.
- ¿Algún secreto que necesite compartir, joven?