Cataratas Violetas

- No creo que en esta zona hallemos lo que estamos buscando.
- Te dije que los mapas no siempre revelan el territorio.

Si bien debería estar viendo al viejo directo a los ojos mientras hablamos, su montura me parece más interesante. Es un burro ciego que sólo camina hacia donde señala el dedo de su jinete. Cansino y lento, desde que salimos de la ciudad. Ni siquiera pude ver de dónde salió. ¿Acaso el viejo lleva pokébolas en sus pantalones?

- ¿Quieres ver lo que sucede cuando señalo con más de un dedo?
- No creo que...

El anciano no me escucha y estira dos dedos más hacia adelante, el medio y el anular. El burro empieza a correr bastante rápido, antes de detenerse intempestivamente.

- ¡Creo que ya encontré el lugar!

Corro hacia donde está el burro. Es una buena distancia, y a lo lejos puedo ver que el viajo ha desmontado y se está acercando peligrosamente a una quebrada.

- ¡Vas a caerte!
- No, para nada.

El burro ha desaparecido de la misma forma extraña en la que apareció.

- Éste es el lugar ideal.

El anciano saca un frasco de su bolsillo y lo vierte justo en el borde de la tierra. De pronto escucho el sonido de agua discurriendo.

- Ya está.
- ¿Ya está qué?
- Mira.
- ¿Encontraste un riachuelo y le has echado lejía encima? No vinimos hasta aquí para eso.

Me asomo a la quebrada. Mejor dicho, me asomo a la catarata.

Las aguas que corren hacia el fondo de la quebrada están ligeramente teñidas de violeta.

- Ahora bien, no tienes mucho tiempo.
- ¿Para qué?
- Para entrar en las cataratas, por supuesto.
- ¡Creí que íbamos a visitar a uno de tus amigos! No a mojarnos en una catarata teñida con algo que le echaste encima.
- No había una catarata aquí hace un instante. Y yo no pienso bajar, no necesito bajar. Eres tú el que necesita bajar.
- ¿Para qué?
- Sólo baja.

Sé que discutir es en vano. Empiezo a buscar un camino por el cual bajar.

- Asegúrate de salir antes de que el morado se haga muy intenso.
- ¿O qué?
- Sólo asegúrate de hacerlo, ¿si? Yo vigilaré que nadie se acerque.

Encuentro una especie de entrada. Estiro mi mano para apartar el agua y ver cuán profunda es, pero soy inmediatamente jalado al interior.

Ahora estoy en medio de un montón de sábanas. Al igual que el agua de las cataratas, son ligeramente moradas.

- Así que tú eres mi visita anual. ¿Eres Joseph? Creí que elegiría un mejor cuerpo para transplantarse.

Me quedo helado, no llego a ver de dónde sale la voz.

- No, no eres Joseph. Él nunca se pone así.
- ¿Quién eres?
- ¿Entraste aquí sin saber con quién te encontrarías? Dime, niño, ¿robaste o encontraste la botella? De la respuesta depende tu vida.
- El viejo me invitó a entrar, y no soy un niño. Ya casi tengo 26.
- Pero tu alma está vieja y cansada. Por eso te envió él, ¿verdad? Quiere que descargues lo que llevas dentro.
- No me explicó el porqué.
- Ésa es la única razón. En este lugar puedes hacer cualquier cosa que quieras hacer. Cualquiera.
- Aquí sólo hay un montón de telas y sábanas, no creo que pueda hacer mucho aquí.
- ¿No te gusta la decoración? Veo que estás más acostumbrado a un ambiente serio.

Las telas empiezan a moverse, juntándose y formando una especie de cubo que me encierra, que de a poco se va llenando de detalles, como líneas que se dibujan y dobleces que aparecen.

- Te gustan las oficinas, ¿verdad?

Una secretaria con el rostro cubierto y vestida de morado me mira desde lo alto de un escritorio muy grande. El traje sastre que lleva puesto le queda perfectamente bien, pero no le quita la capacidad de infundir miedo.

- Me gustan las respuestas, y a veces las encuentro en oficinas.
- Y también en bibliotecas, ¿verdad?

Las paredes empiezan a cambiar, elevándose susurrantes. Ahora imitan los anaqueles de una enorme biblioteca. Una bibliotecaria muy alta me hace un gesto desde el final de una de esas escaleras en las que se trepan los bibliotecarios para alcanzar los niveles más altos. También va vestida de morado y con el rostro cubierto.

- ¿Así está mejor?
- Puede que...
- Ya sé, te encantan las calles... no, los cafés. Te encanta ir a un café tradicional y tomarte una taza de algo con un pastel de otra cosa mientras piensas en lo que investigas, ¿no?

Mientras las palabras salen alborotadamente de la boca de la mujer, las telas caen al piso y se levantan de nuevo, conformando un café muy elegante. Estoy tan cansado por la caminata que me desplomo en una de las bancas.

- ¿Vas a desear un té, o un café, o algo así? No sé qué tomen ustedes hoy en día, aunque en un año no creo que cambien las cosas.

La misma mujer del inicio, supongo, ahora está parada a mi lado, vestida con una falda corta, camisa y chaleco morados. En su cabeza lleva el velo, con una gorrita morada sobre su cabello desordenado, todo morado.

- De hecho preferiría una taza de café.
- Lo siento, no tengo eso aquí.
- ¿Un vaso de agua?
- Agua tengo, pero vasos no.
- ¿Tienes algo que ofrecerme para beber?
- No. Pero sí quiero ofrecerte algo, eres mi visita anual.
- Deduzco que pedirás algo a cambio.
- No, al menos no ahora. - la mujer miró alrededor y también las mangas de su vestido con detenimiento. - Pero, dime, qué te puedo ofrecer.
- ¿Una respuesta?
- Tengo muchas. Pero no sé si te sirvan.
- Creo que sí, al menos para pensarlas.

La mujer empieza a divagar sobre la utilidad de sus respuestas mientras empiezo a recordar lo que encontré escrito en la pista el otro día.

- Dime, mujer, ¿para qué un hombre necesita de mil manos?
- Primero que nada, no soy mujer. Soy una sirena. No preguntes por mi cola, ni por cómo llegué aquí. Historia larga y triste...
- Pensé que ustedes también tenían alas y plumas.
- Teníamos, luego las perdimos. Otra historia larga y triste...
- Y la respuesta a lo que te pregunté.
- Pues se me ocurren muchas ideas. ¿No puedes especificar un poco?
- Veamos... ¿para qué un hombre necesita mil manos, si eventualmente las perderá todas?
- Eso está mejor. Me recuerda a alguien de hace mucho tiempo. Él quería ser como los demás. Pero nació con mil brazos, el pobre. Y le tenía envidia a los que tenían sólo dos. Un buen día enloqueció, y empezó a cortarse los brazos. Los dioses lo detuvieron cuando ya sólo le quedaban alrededor de doscientos. Creo que ahora a eso le llaman "automutilación", ¿verdad?
- Sí, ahora otra. ¿para qué una mujer quiere alas si prefiere esconderse bajo tierra?
- Ésa es fácil. A veces necesitamos tener una vía de escape.
- ¿Una vía de escape?
- Claro, como éste lugar. La pregunta para éste lugar sería "¿para qué quiere un hombre tener encerrada a una sirena y visitarla una sola vez al año?", que es casi igual a tu pregunta.

Cuando me tengo que enfrentar a gente así de enredada, la cabeza me duele. Me estiro en la silla y veo alrededor. El techo y las paredes, así como prácticamente todo lo que está a la vista, se ven más oscuros que hace un rato. Recuerdo la advertencia del anciano.

- Creo que ya debo irme.
- Estoy segura, segurísima de que tienes una duda más. Y no me preguntes cómo hago para que este lugar se ponga como está, y mucho menos porqué lo hago.
- Creo que la última pregunta sería: si un lobo y un perro caminan juntos, llevando en sus hocicos un pan y un conejo, ¿qué es lo que buscan?

La mujer empieza a pasear por la habitación, jugando con su pelo. Puede que no tenga cola de pez, pero definitivamente evoca a toda esa belleza mítica que se le atribuye a las de su tipo.

- Tú ya sabes la respuesta a eso, chico. Pero si quieres, te daré una pista. ¿Quieres una pista?
- Sí, gracias, y que sea rápida, ya tengo que irme. - me pongo de pie.
- ¡Vaya! Con los chicos preguntones el tiempo pasa rápido. Piensa en lo que da vueltas, pero nunca vuelve a ser lo que es.
- Algo es algo, gracias. ¿La salida... por favor?
- Ya empezaba a creer que te quedarías. En fin, fue divertido, no tanto como cuando viene Joseph, dale mis saludos. - La mujer se para detrás de mí y empieza a empujarme de los hombros muy suavemente. - ¿Sabes? Ésta es una de las ocasiones en las que actúo en contra de mis deseos y me gano otro año de soledad.
- ¿Pero cómo... ?
- Nada de preguntas sobre eso, ¿cierto?

Me lleva hasta el baño del café y abre todas las piletas de agua, mejor dicho, gira las telas que imitan a las piletas, haciendo que unos chorros de agua asomen. Al ver que es lento, desgarra las telas que conforman la tasa del baño para aumentar la cantidad de agua que va llenando la habitación.

- Te dije que tenía mucha agua, pero no vasos.
- Sí, ya veo.
- Sólo tengo telas, muchas telas. Y todas siempre moradas.
- ¿Porqué... ?
- Callado. Mejor te dejo. Eres agradable, pero demasiado preguntón. Descuida, cuando el agua llegue a tu cintura te irás de aquí. No falta mucho para eso, según veo.

El agua ya está llegando a mis rodillas.

- Te dejo, el agua saca lo peor de mí. Adiós. No soy buena para las despedidas, si no no estaría aquí.

Ella sale y cierra la "puerta" del baño detrás de sí.

El agua llega a mis rodillas y siento como si la habitación se hundiera. Intento agarrarme de las paredes y del lavamanos, pero se hunden conmigo.

Estoy completamente empapado cuando abro los ojos.

- Lo sabía, no sabes nadar.

El anciano está mirando de lo alto de la quebrada.

- Debiste advertirme, no hubiera venido así.
- Probablemente no me hubieras hecho caso. Casi tuve que empujarte dentro de la catarata. ¿Cómo está ella?
- ¿La sirena? Loca como toda la gente que me presentas, pero bien, creo. Algo nostálgica. deberías visitarla más a menudo.
- No puedo. Este botellín tarda un año en llenarse.

Me enseña la botella que le vi sacar cuando bajó del burro.

- ¿Tú la encerraste allí?

El anciano me lanza una mirada muy seria. Supongo que, al igual que la sirena, lo del encierro le resulta un tema espinoso.

- Apresúrate, que ya va a oscurecer. ¿Te dio las respuestas que buscabas?
- Algo así.
- Ya sube.

Me tardo un buen rato en encontrar el camino por el que subí. Cuando termino la escalada, dificultada por mis ropas empapadas en agua, el anciano ya está de nuevo sobre su burro ciego, señalando hacia adelante con un sólo dedo.