Estado Larval

A él nunca le agradó ser el mejor. Las felicitaciones, los aplausos, las palmadas en la espalda, esas extrañas muestras de admiración siempre le resultaron incómodas e insoportables.

Él quería ser simple, él envidiaba a los débiles, a los tontos.

Siempre fue el mejor, sin hacer mucho esfuerzo. Y no solo en un solo sentido: era el mejor en las clases, el que más destacaba en los deportes, el más talentoso en las artes. Eso sí, nunca tuvo muchos amigos, siempre estuvo solo.

- El sentido de pertenencia se desarrolla cuando uno es pequeño, cuando tiene un grupo de amigos con los que pasa mucho tiempo. Yo nunca tuve ese grupo de amigos.


Más de una vez se quedaba parado en uno de los balcones del internado, observando silenciosamente a los grupos de condiscípulos que jugaban en el patio. Su expresión cambiaba ligeramente: entrecerraba los ojos y se mordía un labio.

Luego de unos minutos interminables, se daba la vuelta y regresaba a sus deberes: resumir lecciones, leer libros, buscar información.

Por las noches, en el gimnasio, trabajaba su cuerpo sin emitir más que unos ligeros gruñidos. Y entonces también se detenía a observar alrededor. Se quedaba mirando por un instante a esos grupos de alumnos que bajaban a entrenar. Sabía que ellos nunca representarían una amenaza en una competencia, pues hablaban más tiempo del que entrenaban. Y sin embargo, los envidiaba.

Después de un instante, volvía a concentrarse en sí mismo.

A veces, en los talleres de arte, se quedaba mirando la obra de alguno de sus compañeros. No admiraba la calidad de los trabajos de otros, sabía que sus propias obras eran mil veces mejores. Observaba con cierto miedo y envidia que sus compañeros trabajaban en grupo: algunos tenían más habilidad para algunos detalles que otros, y complementaban sus trabajos entre sí. En cambio, sus obras eran perfectas, pero siempre trabajaba solo.

Antes de perder más tiempo, volvía su atención a sus propias obras.

- Quiero ser débil, para estar acompañado.

Nunca lo entendí, dudo que alguna vez lo entienda.

Ahora no queda mucho de él que pueda reconocer.

Estoy parado frente a él. Parece que durmiera luego de un día de intensa actividad.

Pero nunca se va a volver a levantar.

- Triste, ¿no crees?

El Director está parado a unos metros de mí. También observa el féretro con cierta tristeza en los ojos. Una marcha fúnebre interpretada por el cuarteto de cuerdas del Instituto le da un marco musical perfecto a toda la escena.

- Bastante triste, Director Albieri.
- Estamos en un funeral, puedes llamarme por mi nombre.
- No sería apropiado.
- Como quieras.

Detrás de nosotros sigue llegando gente al funeral. Todo el lugar está lleno del olor de las flores que han traído para decorar el lugar.

- Te pareces mucho a él.
- Es agradable saber eso, Director. Me está comparando con el mejor alumno que tuvimos en mucho tiempo.
- Y con el primero que se suicida en tres años. No es una comparación agradable, si lo ves desde ese punto de vista.

El Director camina hacia el féretro y estira una mano hacia una bandeja de plata colocada a un lado. Allí están unas cuantas medallas que no serán enterradas con el finado. Toma una de ellas, casi al azar y se acerca caminando muy lentamente.

- Deberías llevarte ésta contigo. Es un buen recuerdo.
- No, no creo poder aceptar...
- Yo creó que sí aceptarás. Ustedes eran amigos.
- Él no tenía amigos.
- Vamos, al menos salían a caminar juntos a veces.

Antes de que pudiera decir algo más, el Director ha colocado la medalla en el ojal de mi saco. Es de plata y tiene forma de una concha de coral, con una inscripción que la envuelve. Estuve allí cuando él la ganó. Fue un premio por del concurso de biología marítima.

- Gracias, Director.
- ¿Ves? Hasta te sienta bien.

El Director me hace una venia antes de empezar a caminar hacia el estrado. Seguramente va a dar el discurso de la noche. Antes de subir las graderías se voltea y me dice algo. No logro oírle, pero puedo leer sus labios.

- Eres tres años menor, tienes tres años para alcanzarle.

Me doy vuelta y empiezo a caminar hacia la salida, y en algún punto del trayecto la música fúnebre se detiene. Las personas están sentándose en las sillas puestas a lo largo de todo el Salón de Conferencias. Antes de alcanzar la puerta de salida escucho la voz del Director dándole la bienvenida a todos los asistentes.

- No quiero que seas como yo. Aléjate.

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