El Candelabro Guía

Decidí que era hora de cambiar de hábitos.

Que ya no me iba a quedar en casa todo el tiempo.

Siempre me dijeron que los caminos del campo son hermosos de noche. Que las estrellas se pueden ver con mucha más nitidez que en la ciudad, que incluso puedes ver estrellas que usualmente no ves debido al smog de la gran urbe. Y que la luna es tan brillante que puede iluminar el camino que tomes, haciendo innecesarias a las linternas y lámparas.


Entonces un día metí unas cuantas cosas en la mochila y salí de la casa.

Aún no había caminado más de una cuadra cuando el anciano apareció. Corrió con una velocidad extraña para alguien de su edad y me dio alcance.

- Ya te vas, ¿no? Necesitarás esto.

Y me entregó algo envuelto en una tela algo vieja.

Intrigado, deshice el paquete y me encontré con un candelabro.

- Este candelabro... ¿no es el que suele estar en tu sala?
- Sí, ése mismo.
- Estoy saliendo a caminar por el campo, no a redecorar mi comedor.
- Por eso mismo. No llevas ninguna linterna contigo, ¿verdad?
- No, la luna me va a iluminar.
- Tonto, en esta temporada siempre está nublado en el campo.
- Para tal caso, mejor regreso a casa y tomo una linterna. No entiendo porqué me das este candelabro.
- No es un candelabro común...
- ¿No tienes nada común en tu casa, de casualidad?
- Sí, varias cosas, pero son las más aburridas.
- Y qué de especial tiene este candelabro.
- Ya lo verás. Llévalo contigo y asegúrate de sacarlo cuando empieces a perderte.

Antes de que le pudiera hacer otra pregunta, el anciano ya había desaparecido, como siempre. Tengo la sensación de que mientras esté en este mundo, ése anciano siempre se me aparecerá.

Tomé un bus, me bajé entre dos pueblos cercanos a la ciudad. Tenía la idea de caminar por los caminos de herradura hasta uno de ellos, y luego tomar otro bus de regreso. Tuve que tolerar los gritos de las personas que no entendían porqué me bajaba en medio de la nada.

Y empecé a caminar.

Pronto se hizo de noche, y como dijo el anciano, el cielo se llenó de nubes poco después del atardecer. La luz se hizo más tenue y rojiza. El camino, lleno de piedrecillas y gijarros que me mordían el pie a través de las zapatillas, se empezó a desdibujar en la creciente oscuridad. Me detuve a comer por un instante, pero aún no saqué el candelabro.

Cuando me puse a caminar de nuevo, la noche ya era cerrada. Llegué a una encrucijada de caminos y dudé cuál tomar. Aproveché el instante de descanso para sacar el candelabro. Encendí las tres velas que tenía en sus brazos con un encendedor y decidí tomar el camino que estaba más a la derecha, más hacia donde debería estar el siguiente pueblo.

No di más de dos pasos cuando las velas se apagaron.

Refunfuñando volví a encenderlas, pero se apagaron luego de un instante, sin que hubiera siquiera viento.

Estuve encendiendo las velas una y otra vez, pero apenas la flama del encendedor se alejaba del pabilo, la llama se extinguía.

La noche se hizo más oscura y la desesperación se apoderó de mi. Estar perdido cerca a una encrucijada y sin ninguna fuente de luz me aterrorizaba. Decidí que lo más sensato era regresar a la encrucijada y esperar a que algún caminante me echara una mano.

Mientras me sentaba en una roca, escuché un sonido de chispidos y volví a ver qué era.

Las velas del candelabro que llevaba en la mano derecha se habían prendido, por sí solas.

Bueno, la verdad es que no me sorprendí mucho. Las cosas del anciano siempre hacen cosas raras, y unas velas que se encienden por sí mismas no son lo más extraño que he visto.

Esperé y esperé, pero por ninguno de los caminos aparecía alguien que me pudiera ayudar. Ya eran más de las nueve de la noche, y el último bus pasa a las 11 de la noche. Calculo que hasta el pueblo más cercano, al que me dirigía, hay unos 30 a 40 minutos de caminata. Si alguien no pasa ya mismo, tendré que esperar al amanecer para volver a andar.

Mientras esperaba, me fijé otra vez en el candelabro. Era de un metal pesado y bañado en una sustancia plateada. No tenía muchos detalles labrados, excepto un pequeño rostro justo en el lugar de donde nacían los brazos. Era el rostro de un hombre anciano, barbudo y con un sombrero extraño.

Entonces me fijé bien.

No había ni una brizna ligera de viento, pero las llamas se movían ligeramente. Era como si un viento inperceptible para mí soplara desde el camino que vine hacia el camino del medio.

Mojé mis dedos en mi propia saliva para sentir ese viento, y entonces me sobresalté. Sí, había una ligera corriente de aire, pero justo en dirección contraria a la que se movían las llamas.

Desesperado de tanta espera, me puse de pie otra vez y me dirigí hacia el camino de la derecha. Ni bien dí un paso en él, las llamas se apagaron.

Retrocedí a la encrucijada, y las llamas se encendieron de nuevo.

El problema, gran problema a decir verdad, de estas cosas misteriosas que el anciano a veces me da es que no vienen con un manual. Hay que aprender a usarlas por medio del ensayo y error.

Decidí probar el camino del medio. Caminé varios pasos y las llamas no se apagaron.

Iluminado por la luz de las velas, caminé por varios minutos. Entonces escuché el sonido característico de las herraduras de una bestia contra las piedras del camino. En unos minutos más me estaba cruzando con un hombre que arreaba un caballo.

- Buenas noches.

Me sorprendió que me saludara. Luego de un instante recordé que es la costumbre del campo. Resolví devolverle el saludo y aprovechar el encuentro para aclarar mis dudas.

- Buenas noches. Hace un rato estuve en una encrucijada. ¿A dónde llevaba cada uno de esos caminos?
- Uno viene desde la carretera, otro va hacia Oropesa y el último es éste, va hacia Saylla.
- Había un camino más.
- Ah, sí. Ese lleva a una hacienda abandonada. Los que no conocen esta zona lo toman, creyendo que los llevará a Saylla, y terminan perdidos hasta el día siguiente.
- Gracias, señor.
- De nada. Por cierto, joven, tenga cuidado. Caminar a oscuras a estas horas es peligroso. Le daría una linterna, pero solo llevo una conmigo. Vaya con cuidado.

El hombre empezó a caminar otra vez y se perdió detrás de una curva. Yo volví la mirada al candelabro.

- Así que además eres invisible para los demás, que conveniente.

Seguí caminando y me encontré con otra encrujijada. Esta vez ya sabía cómo funcionaba el candelabro y me dejé guiar por él.

Estaba entrando en Saylla faltando pocos minutos para las once. Apagué las velas con mis dedos, guardé el candelabro en la mochila y comencé a correr hacia la plaza para alcanzar el bus, mientras la iluminación del pueblo jugaba con mis sombras.

Ya sentado en el destartalado medio de transporte, agradecí mentalmente al anciano.

Sé que cuando mire dentro de la mochila, el candelabro ya no estará.

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