Malditas Memorias

Es una tienda de barrio. Una de esas en las que las verduras están a lado de las botellas de cerveza, y en la que los panes y los pasteles esperan por sus consumidores en una misma vitrina de vidrio. Piso de madera, algo de polvo entre los listones.

Una mujer mira el techo, no se inmuta por mi presencia. Su cabello es gris y blanco, y sus facciones no muy finas, con la piel cobriza llena de arrugas. Dos trenzas enmarcan su añejo rostro antes de perderse detrás de su espalda. Sus ojos entrecerrados no reaccionan hasta que yo levanto la voz.

- ¿Hola?
- ¿Te vas a llevar gaseosas?

La mujer se levanta de un banco de madera y empieza a buscar alrededor. Siento frío en la espalda.

- No tenemos Doritos, sólo PiqueoSnack.

Con una bolsa blanca de plástico en las manos, la mujer se acerca caminando muy lento. Creo que es de noche. Siento que es de noche.

- Eso es todo, ¿jóvenes?
- No dije nada acerca de llevar gaseosas.

Pero no son más de las dos de la tarde, y la mujer sigue sentada con los ojos entrecerrados. La sensación de frío en la espalda ha desaparecido por completo.

- ¿Hola? ¿Tiene agua con gas?
- Sí, joven. Sólo Socosani.

Socosani. Qué nombre más raro. Recién ahora, mientras la mujer busca entre los anaqueles y luego limpia una botella con un trapo, me pongo a pensar en la palabra. So-co-sa-ni. ¿Es el apellido del dueño de la empresa? ¿Es el nombre del lugar donde está la fábrica?

- Es un sol caserito.

Me desconecté. Seguramente me quedé de piedra mientras pensaba.

- Claro, aquí tiene. Gracias, y feliz día de la madre.

La mujer me sonríe mientras se vuelve a sentar en su banca. Al salir por la estrecha puerta, un hombre entrando apresurado me empuja ligeramente.

- Disculpe.
- Ya vamos, que te vas a tener que ir antes de que terminemos al menos una película. Y tenemos mucho de que hablar.

La calle está oscura y naranja. Camino hacia la esquina, siguiendo a alguien. El cartel que consigna el nombre del pasaje está ladeado, como si indicara el nombre de la calle. Mis pies se mueven rápido. Un perro ladra y otros dos le responden, no muy lejos. Un niño pasa corriendo a mi lado, golpeándome con su mochila.

El hombre ha terminado de entrar a la tienda, tal vez sin responderme.

¿Es la primera vez que entro a esta tienda? ¿Cómo es que sé que existe, para empezar? No terminé comprando en ella por casualidad. Algo me arrastró a ella, y no creo en casualidades ni en el destino.

El cartel.

El cartel está torcido, y recién me fijo en él. Me dan ganas de entrar a la tienda y preguntar por el cartel, y preguntarle a la señora si alguna vez me vio aquí, con alguien. Pero medito sobre lo extraño que sería entrar a una tienda de barrio a hacer preguntas desordenadas y decido seguir con mi camino.

Detesto esos flashes de momentos que no recuerdo. Me provoca una especie de ira silente no ser capaz de reconocer si me pertenecen o no, si son reales o no.

Antes de voltear hacia la avenida principal, volteo a ver el cartel.

Hay algo de reto en su inclinación.

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