Madrugando

Es la enésima vez.

Algo siempre me atrasa.

Un detalle que no puedo dejar en el aire, una canción que necesito descargar, un artículo que necesito volver a leer.

Miro el reloj y son las 10 de la noche.

Es inevitable, estoy peleado con la cama e intento justificarlo sin éxito. Es una de las cosas más absurdas de mi vida. Tener una cama cuando prácticamente no duermo. Frazadas, sábanas y una colcha que se sienten frustradas, inútiles. Son buenas, cómodas, abrigadoras. Pero a pesar de todo eso no me siento atraído por la idea de dormir entre ellas.


Porque el problema nunca fue la cama, la suavidad de sus accesorios o la forma cómo la cama está colocada en la habitación.

El problema siempre fue mío. Esta manía de huir del sueño, de escapar por todos los medios de esa sensación de caer hacia un vacío. De escapar de esa inevitable pérdida de control que es el acto de soñar. No me gusta dormir, nunca me gustó. Y sin embargo lo necesito. Mi cuerpo puede soportar el castigo, pero solo hasta cierto punto. Luego todo se empieza a trastocar, a volver borroso, a raletizarse. Se tiene que pagar un precio muy alto por mantener el control sobre cada paso.

Cuando me golpeo contra una pared, cuando siento que mis brazos pesan y que mis dedos están torpes, entonces acepto la derrota, debo ir a dormir. Entonces me recuesto, desganado, entre esas sábanas que siempre encuentro heladas. Procuro despejar mi mente, respirar hondo, recordar lo que hice desde la última vez que dormí. ¿Fue una semana? ¿Fueron como cuatro días?

Es difícil saberlo.

La memoria se enreda como la madeja de una tejedora descuidada cuando no duermo. No sé si vi a alguien este mismo día por la tarde, o si fue hace dos días por la mañana. No sé si nos vimos en la universidad, en la calle, o en una plaza. Soy incapaz de recordar siquiera lo que he almorzado hoy.

Es huir sin poder escapar definitivamente.

Algo me distrae de mis intentos de evadir el sueño.

Es algo simple, ordinario, suave.

Afuera están cantando las aves, dándole la bienvenida a un amanecer que se acerca sigilosamente.

Miro el reloj, son más de las cinco de la madrugada.

El aire a esta hora es plateado, helado y algo denso. Es como si una tela gigantesca de seda se hubiera deshilado hilo por hilo y ahora flotara por todo el mundo.

Es un nuevo día. Lo he logrado otra vez.



PD: Este texto lo escribí hace un tiempo, y lo encontré hoy. Me estoy acostando temprano últimamente, para estar mejor cada día.

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