La gran H

- ¿Sabes qué tienen en común un hereje de los tiempos de la Inquisición, una prostituta londinense de finales del siglo XIX, un judío en la Europa de los años 40 y un poblador de la zona centro de nuestro país en los años 80?
- ¿Los tres se llamaban Elías o algún otro nombre de origen judío?
- No.
- ¿Los tres corrían el riesgo de ser acusados falsamente por un vecino, alguien de confianza o incluso un amigo?
- No, pero te vas acercando.
- Nunca fui bueno para tus acertijos históricos.
- Los tres vivían el sentimiento llamado "horror".




Horror al saber que una organización a la que ha ofendido en numerosas ocasiones está cerrando un cerco alrededor, preparando su captura. Alguno de sus vecinos debió haberlo delatado, desde hace unos días que los Inquisidores lo ven distinto, como si contaran cada paso que da sobre los caminos empedrados del pueblo. Los siente respirando detrás de su nuca, preparando su juicio público, pensando en la condena que recibirá una vez que comprueben que él fue el que estuvo murmurando contra la Iglesia en la plaza misma del pueblo, en una mañana de mercado. No sabe dónde ni quiénes, pero sí sabe que pronto le echarán mano y lo arrastrarán a un calabozo, como ya han hecho con otros. Y probablemente no solo a él, sino también a su esposa y sus hijos. Talvez incluso a sus hermanos y padres. ¿Y sus propiedades? Caerán en manos del la Iglesia, o talvez sus vecinos, los mismos que lo han delatado, se las repartan mientras juegan a los dados. Y no podrá hacer nada para salvarse, porque aunque huya a otro lugar, igual lo atraparán.


Horror al saber que un asesino, completamente fuera de control y estremadamente hábil, le acecha a la vuelta de cada esquina. Ya ha visto muertas a otras chicas y señoras que desempeñan el mismo oficio que ella. Ha visto sus cuerpos destrozados, abiertos, analizados por la policía y retratados por los periodistas. Desde hace noches que tiene que pensarlo dos veces antes de aceptar a un cliente, mirarlo a los ojos, escudriñar sus verdaderas intenciones. Y a pesar de eso siempre queda el riesgo. Podría detenerse, dejar de salir a las calles por las noches, pero no puede. ¿Tiene acaso una familia que sostener? ¿O simplemente es parte de su rutina diaria, tanto así que no puede detenerse por unas cuantas noches? No importa, nada le quita esa sensación de estar siendo observada cada vez que la luz de un farol la ilumina, o cada vez que un perfil se dibuja en una ventana.


Horror al saber que la SS ya está en su pueblo. Unas noches antes sus primos subieron un montón de maletas en una carreta vieja y empezaron a andar hacia el Este, hacia tierras más seguras, dejando atrás terrenos cultivados y una hermosa casa. Él no los siguió, no creyó los rumores que llegaron de boca en boca hasta su pueblo. Que los nazis los meten en camiones, en trenes, y nunca más se vuelve a saber de ellos. Que muchos de los suyos se esconden en sótanos y techos, esperando no ser encontrados. Que ni siquiera los niños, ancianos o mujeres se salvan de ser arrastrados por la calle hacia un camión. Esa misma mañana, mientras caminaba hacia la plaza para reunirse con otros judíos, tuvo la terrible sensación de haber sido abandonado por su Dios. Enseguida se sintió sucio, impuro, indigno. Así que empezó a rezar en hebreo, pidiendo perdón por dudar del amor que Dios le tiene a su pueblo elegido. Y ahora que el cielo se pinta de rojo está seguro de que alguien lo escuchó rezando, que ya los agentes de uniforme color caqui y negra esvástica en el brazo están tras de sus pasos. Es muy tarde para escapar, muy tarde para salir de ese pueblo y buscar la salvación en otros lares.


Horror al saber que un contingente del ejército se ha establecido en su pueblo. Él no es un "pájaro", como suelen llamar los militares a los terroristas, ni es un "soplón", como llaman los terroristas a los que apoyan a la milicia. Solamente es un hombre con una vida simple y cíclica, ligada completamente a la naturaleza, a la tierra, a sus ganados. Trabaja de sol a sol para alimentar a los suyos, que son su mujer, la madre de ella y tres hijos con uno más en camino. No lo sabe a ciencia cierta, pero tiene la sensación de estar en medio de una guerra que no es suya. Ya ha visto cómo se llevaban a un vecino suyo, sin darle ninguna explicación, entre patadas y golpes. Apenas entiende español, el idioma que hablan los militares que ahora han ocupado la escuelita del pueblo, pero entiende lo suficiente para reconocer las amenazas en cada frase y gesto. Hace unas semanas hospedó a un sobrino suyo, que estudió en la capital de la provincia. Lo notó muy cambiado, muy huraño, muy cerrado. Y ahora le viene a la mente el temor: ¿Y si mi sobrino es terrorista? Sus vecinos saben que lo ha hospedado. ¿Dirán algo? Esa noche se mete al lecho de cuero de oveja temblando y sudando frío. Su mujer no pregunta nada. Pero ambos sienten que están atrapados, y que si escapan, levatarían más sospechas. Solo queda esperar al amanecer, esperar que esta insensata guerra termine.



- ¿Y a dónde llegamos con todo esto?
- A lo que ya has experimentado, y lo que probablemente vuelvas a experimentar.
- No entiendo tu punto.
- Solo asiente con la cabeza y quédate pensando.

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